Si tuviera que escoger un momento de mi vida no sería ninguno de mi niñez, a pesar de ser muy feliz, ni de mi adolescencia. No seria ninguno de los maravillosos momentos que pasé con mi mujer ni siquiera el nacimiento de mi hija, aún cuando es uno de los recuerdos más hermosos que conservo. Si tuviera que escoger un momento de mi vida sería uno hace poco más de cuatro años, cuando recogí a Lupa, una perra pastor alemán abandonada, y a sus cinco cachorros, que tenían unas dos semanas. En mi caso, aquello era algo irrazonable. Tenía tres perras y sabía que tendría un fuerte problema familiar. Todo me decía que no era posible acogerlas. Al menos no lo era desde el punto de vista de la razón, pero aquella vez ganó la compasión.
Somos compasivos hasta donde nos permite la razón serlo y en aquella ocasión la razón simplemente desapareció, sólo hubo compasión. En ningún momento de mi vida experimenté nada parecido. Y aquel acto removió todos los sentimientos en mi hogar, los de mi hija, los de mi mujer y los mios y de repente pareció que todo era armonía a nuestro alrededor y todas nuestras diferencias desaparecieron. Eramos felices como nunca lo habíamos sido. Y de repente todos los problemas de salud que tenía que eran muchos y graves y que venía arrastrando desde hacia cuatro años se solucionaron sin ayuda de ningún médico. Entonces me dí cuenta por primera vez del enorme efecto que tiene la compasión en la curación. Y si hubo un momento de iluminación en mi vida fue aquel. Por eso, desde entonces siempre digo que sin compasión no hay iluminación

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